No, relájense. No me voy a poner a cantar por Pablo Alborán, aunque hagan falta lluvias durante un mes como el comer. Bueno, depende. Si pueden beberse el agua de la piscina de un hotel cercano, no hay problema.
Me quiero referir a esta parodia lingüística que llaman política, a lo que no es más que una sarta de disparates orales, escupidos por individuos que pareciera que se pasaron toda la niñez en el despacho del director del colegio.
Me da igual quién empezó y por qué. Me importa un pimiento la filiación política de quien ejerce esa violencia verbal sobre el contrario político, ya sea en el Parlamento, detrás de un micrófono o en redes sociales. No es de recibo, ni se les paga para eso.
No se puede normalizar que se llame hijo de puta a un presidente de gobierno, que se hable de su esposa, dejando caer que es un hombre. No es admisible que un ministro se porte como un gañán machirulo en Twitter. No es lógico llamar perro a quien lleva el timón del Estado, o felón, o golpista, o lo primero que se le pase por la cabeza al maton de turno. Se les debería caer la cara de vergüenza al suelo a los que usaron el nombre de un terrorista para hacer campaña, haciendo caso omiso a sus familiares y tildándolos de poco menos que de traidores.
En este país, pensar distinto al otro se ha convertido en motivo más que suficiente para acordarse de su familia o desearle la muerte. Ser de izquierdas es algo asimilable a convertirte en un genocida, y ser de derechas implica llevar una esvástica grabada en el brazo.
Toda esta diarrea verbal que nos cae a diario a los ciudadanos, tiene repercusiones, y graves. Porque el patrón se repite, y si una presidenta puede, yo puedo. Si un ministro se permite el lujo, yo me siento autorizado a portarme como una acémila. Esperemos que no llegue el día en el que un imbécil, especie transversal que habita en cualquier rincón del espectro político, pase de las palabras a la acción, no se conforme con apalear un muñeco o tirotear una foto, y se vea armado de las razones suficientes para pegarle un tiro a alguien. Ese dia lloraremos y hablaremos sobre qué fue lo que nos pasó.
Lamentablemente, estoy seguro de que, hasta en ese caso, se echarían las culpas el uno al otro. Porque el “y tú más” se ha convertido en el único y triste argumento político en estos días.