La historia arranca a mediados de verano en una lujosa urbanización plagada de grandes casas con jardín y piscina. Unas nubes presagian tormenta en la distancia, pero el día es muy agradable y Neddy Merrill abandona el vaso de ginebra que sostiene en la mano tras decidir atravesar todo el condado a nado, de piscina en piscina, hasta llegar a su propia casa, a doce kilómetros de distancia. Puesto que está en la mansión de los Westerhazy, cruzará a la de los Graham, y a continuación a la de los Hammer, los Lear, los Howland, y los Crosscup. Después entrará en la propiedad de los Bunker, los Levy y los Welcher, también en la piscina pública de Lancaster, antes de llegar a casa de los Halloran, los Sachs, los Biswanger, Shirley Adams, los Gilmartin y los Clyde. Neddy se siente “un hombre con un destino , y estaba seguro de encontrar amigos a lo largo de todo el trayecto”.
Todo transcurre dentro de una aparente normalidad durante las primeras incursiones: saluda a viejos conocidos, lo invitan a tomar alguna copa y se permite incluso alguna indiscrección, pero, a medida que avanza el día, la tormenta entristece la tarde y se reencuentra con amigos que dejaron de serlo, comienza a afrontar y a asimilar el auténtico destino que le aguarda en su casa de Bullet Park.
El nadador es un relato de John Cheever llevado al cine a finales de los sesenta con Burt Lancaster como protagonista y hoy día sigue siendo -relato y película- uno de los retratos más desoladores de la sociedad contemporánea y, sobre todo, premonitorios de en lo que han acabado muchos de los grandes triunfadores de la burbuja inmobiliaria: ¿cuántos Neddy Merrill han tenido la oportunidad de conocer ustedes en la última década? Todos ellos llegaron a sentirse hombres “con un destino” -y con chalets, y con coches de alta gama, y con relaciones importantes-, y todos ellos fueron perdiendo a sus amigos por el camino, o conservando apenas su simpatía, por los buenos tiempos.
Quiero pensar que ese tipo de desolación debe ser común en tantos otros que han disfrutado de una más que acomodada posición económica y han terminado perdiéndolo todo, se hayan dedicado al ladrillo o a negocios especulativos, tengan más o menos desarrollado el sentido de culpa, fuesen más o menos conscientes de que todo podía estallar por los aires en un momento determinado.
Puedo imaginar que quien ha tenido que malvender sus casas a pie de playa, renunciar a sus placenteros viajes al Caribe o a sus safaris en África, caiga en ocasiones en la tentación de tener a alguien junto a quien rememorar los momentos de gloria, incluso mostrar sus fotos guardadas en el móvil, en busca del placentero bálsamo de los recuerdos. Pero la realidad se empeña en demostrar que lo que para algunos es una herida mortal para otros es un mero rasguño, y además lo exhiben sin pudor.
A mí no es que me conduzca a cierto tipo de compasión la situación en la que se encuentra Rodrigo Rato. Todo lo contrario. Pero pude imaginármelo como un Neddy Merrill llamando a las puertas de sus viejos amigos, recorriendo Sotogrande -es un ejemplo- de piscina en piscina envuelto en la grandeza del paraíso del que ha sido expulsado, incluso de rodillas ante una de sus viejas propiedades como si esperara algún tipo de consuelo o de respuesta del otro lado.
Lo que no imaginaba, después de la mano en el cogote, era verlo a bordo de un yate disfrutando de un baño refrescante en mar abierto -todavía hay quienes nadan a lo grande- o llamando a las puertas de un Ministerio con la seguridad de que sería recibido y atendido según su condición -la que él tiene de sí mismo: “un hombre con un destino , y seguro de encontrar amigos a lo largo de todo el trayecto”-. Tampoco al ministro, que además de serlo debería parecerlo, abriéndoselas de par en par como no haría con cualquier otro ciudadano con idénticos problemas pero distintos apellidos.
Es mentira que la crisis nos haya enseñado a no cometer los mismos errores. La crisis sólo ha servido para cerciorarnos, una vez más, de que todos no somos iguales.