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La esquina

"Entre los grandes ríos, lo que siempre había florecido, ahora se convertía en un desierto y no estaba dispuesta a sufrir sed"

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  • Ilustración de Jorkareli. -

vivía en medio de la lluvia. Sus ojos de color caramelo expresaban esperanza y siempre refulgían vigorosamente cuando alguien se acercaba a ella. Su tono de voz, entre los truenos de la ruidosa ciudad, no alcanzaba a ser oído, salvo que en susurro acercara su boca al oído de quien estuviera dispuesto a escuchar aquella historia que conmovió a medio mundo.

No siempre fue aquella acera su casa, ni siempre la lluvia su tejado. Sus orígenes con raíces milenarias remitían a historias de esplendor, a ciudades preñadas de diversidad multicultural, grandes avenidas y lenguas que se multiplicaban en singulares dialectos.

Cuando ella, en relato apasionado, recordaba aquellos tiempos, a pesar de su corta edad aún, le parecía que hubieran pasado siglos. No alcanza a comprender qué capricho del destino había trastocado tanto orden y bienestar, tanto bullicio creativo y tanta pasión por el lugar, su Ciudad.
Esta gran urbe, la que ahora amenazaba con destruirla, a pesar de sus dolomíticos edificios,  grandes subterráneos, neones y un sin fin de viandantes en crispado movimiento, no la producía bienestar. Insertada en la invisibilidad de aquél rincón, como abandonada, olvidada de todo y de todos e ignorada por la muchedumbre que de manera impersonal corría hacia no se sabe bien qué presente o futuro inmediato de urgente necesidad, ella esperaba.

Su rostro, de delicadas facciones, aventajaba en naturalidad y frescura con sus diecisiete años el atiborrado lujo cosmético de las mejores estrellas de cine. Su estatura, en perfecta proporción de extremidades y volúmenes, no llamaba la atención en exageración, sino en la cándida y las delicadas líneas que formaban los trazos de todo su ser. Parecía haber sido dibujada por una mano sensible de artista. Todo en ella florecía, creando una luz propia en aquel rincón del mundo, de la ciudad, de la gente.

Su historia no pasaba desapercibida. La niña, adolescente, mujer por imperativo circunstancial, adornaba de manera incólume cada vértice del relato. No podía disimular angustia en sus angulosos párpados cada vez que narraba cómo había llegado hasta allí. Pero su cara se iluminaba cada vez que su voz, pausada y certera, recorría el sueño de los primeros amaneceres de su existencia.

Los cinco últimos años habían cambiado todo. Su país, su ciudad, todo cuanto había representado para ella prosperidad, tolerancia y convivencia entre etnias, culturas y religiones había quedado destruido, convertido en polvo, literalmente hecho desaparecer. Parece como si aquellos hombres de túnicas negras, barba prominente y anchos pantalones, salieran de las oscuras cavernas en una suerte de arrebato místico o locura esquizoide. De cualquier forma, habían conseguido de la noche a la mañana, lo que nunca fuera imaginado en una cultura milenaria, levantada con el sol de los tiempos y la paz de las personas.

No quiso vestir de negro. Tampoco pensar que la fe era su única alternativa a los interrogantes de la vida. No podía tolerar que le dictaran, cómo, cuándo y con quién debería participar sus creativos días o las despreocupadas noches. Su elección, ante aquella nube de idealismo fanático, nunca pondría límites a su acunada esperanza y desasosiego vital. Por eso huyó.
Entre los grandes ríos, lo que siempre había florecido, ahora se convertía en un desierto y no estaba dispuesta a sufrir sed. Por eso la oscuridad fue su aliada y su osadía, vestida de corto, quiso llevarla a lugares ignotos, por mares encrespados, llanuras pedregosas y bajo inclementes lluvias. No le importaba el idioma, las costumbres, las razas. Sabía que en todos los lugares existían y existirían hombres y mujeres buenos y que en todas las aceras, tarde o temprano, salía el sol.

No eran sus diecisiete años y la belleza que desprendía lo que iluminaba aquella esquina del abandono. Había algo no descifrado, algo que la prisa no permitía analizar pero sí sentir. Aquel destello de luz, desde aquél rincón, iluminaba la noche y se percibía durante el día mediante una invisible aureola de paz envuelta en silencio. Una paz precedida de saltado de alambradas, fronteras eliminadas y conformidad avasallada.

Su historia, desde aquella acera mojada, hacía tiempo que recorría edades, corazones, asombros y vergüenzas. Aquel silencio no era tal. Se había convertido en un grito, próximo, certero, cadente, ondulante y creciente cual ola amenazante dispuesta a engullir toda la barbarie humana.
De boca en boca. De pulmón a pulmón. De vena a vena llegó a transmitirse, cual pandemia, el silente pero beligerante y definitivo grito, cuyo epicentro con ojos de caramelo residía en aquella inusitada y aparentemente imperceptible esquina.

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