El protagonista de una de las novelas de Fred Vargas es un pescador, sin opción alguna de hacerse de nuevo a la mar, que ha acabado ocultándose en un barrio de París, donde termina por ejercer la profesión de su bisabuelo: pregonero. Cada día, puntualmente, como si se tratase de un boletín radiofónico, se sube sobre un cajón en mitad de una plaza y empieza a dar lectura a los mensajes que le hace llegar la gente a través de un buzón. También da la previsión del tiempo, algún apunte informativo de actualidad y una reseña histórica marítima, pero lo que le ha dotado de popularidad son los mensajes telegráficos que le dejan los vecinos y que comparte con su audiencia a voz en grito.
La acción se sitúa -y está escrita- en los años previos al invento de las redes sociales, en los albores del uso de internet y los primeros teléfonos móviles, pese a lo cual, el protagonista toma conciencia, a través de los textos que le entregan, del “volumen insospechado de lo indecible”. Mensajes “tan llenos de odio que acababa eliminándolos”. “Sin embargo, y esto el pregonero lo había entendido perfectamente, esas palabras aún así no mueren”.
En realidad, lo que estaba a punto de morir era una época, nuestra forma de comunicarnos, de interactuar, incluso la manera de informar. Si en este momento alguien decidiera subirse en un cajón en la plaza de su barrio para empezar a contar las noticias del día, lo más probable es que, sin importar el criterio con que lo haga, lo tomen por loco o marginal -bastaría encontrar cualquier excusa: lleva años en el paro, no da los buenos días, no se habla con su familia...-, pero no nos importa convertirnos en contagiosos seguidores de auténticos o falsos descerebrados de verbo diarreico -la clave está en enmascarar la inteligencia-, que carecen del sentido del ridículo y hasta de la vergüenza, pero que han hecho de ese estilo -el dame pan, y dime tonto- su negocio.
El detalle que refleja que el momento en el que se desarrolla la trama de la novela de Vargas supone el fin de una época, es que coincide casi en el tiempo con la despedida de una de las grandes figuras radiofónicas de nuestro país, José María García, que lo hizo tras presagiar ese cambio de ciclo que estaba a punto de producirse en el mundo de la comunicación en general, el que prefiere a seis tipos soltando “soplapolleces” en un “chiringuito” y a “periodistas de bufanda” besando en directo el escudo de su equipo. Se refiere a las tertulias deportivas nocturnas, pero cuesta poco encontrar similitudes con determinadas tertulias políticas.
TVE, aunque casi de estrangis, en el canal Teledeporte, le ha dedicado esta semana a García dos especiales de una hora en los que recopilaba intervenciones televisivas de sus inicios como periodista, junto a una entrevista en la que repasaba su trayectoria y analizaba el presente de los medios y de la actualidad deportiva y política. No digo que haya que situarlo en un pedestal -hasta su amigo Raúl del Pozo reconoce que le enseñó que “el periodista no tiene que ser una buena persona, sino un lobo para el periodista”-, pero la voz de García, su estilo, su programa, sus directos de fútbol y de ciclismo, forman parte de nuestra memoria, y más aún de los que llegamos a descifrar que nos queríamos dedicar a lo que hacía ese hombre.
Por eso mismo, en las contadas ocasiones en las que vuelve a comparecer en alguna entrevista, se hace inevitable el reencuentro con su voz y con su forma de ver el mundo que nos rodea. Y por supuesto, a día de hoy, es más fiable que García diga que Aznar es un “tirano” y que el PP es un partido “marcado por la corrupción” a que lo diga Ferreras o cualquiera de sus tertulianos, o que “eso del cuarto poder no existe, porque los medios no tienen el poder ejecutivo”, o que hoy “no se hace información, se hace propaganda”, o que “el periodismo de investigación ha desaparecido”, o que la “quiebra técnica” en la que se encuentran los grandes medios impiden que se pueda ejercer un periodismo “en libertad”, o que haya directivos a los que no les importe el periodismo, “sino los cliks”. García habla y redunda en las mismas palabras, pero en el fondo todas remiten a una sola: credibilidad; al naufragio de la credibilidad.