Este artículo comienza hoy como lo hacían algunas de las clásicas viñetas de Forges en El País, las que iban encabezadas con el título de “ejercicio de agudeza visual”, aunque en este caso no hay afán crítico ni humorístico para constatar un hecho concreto, salvo el hecho por sí mismo. Así pues: Ejercicio de agudeza visual. Adivine en menos de diez segundos qué se echa en falta en esta foto.
La imagen se la describo. Es una panorámica tomada esta semana desde la Alcazaba de Málaga con vistas al puerto. A la izquierda queda, alzándose como un cubo de Rubik, la icónica referencia del Centro Pompidou. Desde allí parte, atravesando de uno a otro lado de la estampa, la frondosa arboleda del Paseo del Parque, como si delimitara una especie de frontera o partiera en dos mitades exactas la propia perspectiva. En la parte inferior, las traseras del ayuntamiento, de la sede del Banco de España y del edificio principal de la Universidad de Málaga, escoltados por los cipreses desde los que se inicia la escalada a la fortaleza medieval. En la parte superior, el puerto, con unas vistas excelentes al Muelle 1 y su prolongación hasta el faro, y el Mediterráneo expandiéndose por el horizonte. Solo hay cuatro embarcaciones atracadas, una de ellas el catamarán que realiza paseos a turistas, y a la derecha aparece el “Melillero”, a punto de partir hacia la orilla de enfrente.
Tienen menos de diez segundos.
La respuesta es evidente: faltan los cruceros y las miles de personas que arribaban a diario a la capital de la Costa del Sol para disfrutar de su extraordinario centro histórico y de su impresionante oferta cultural y gastronómica. Peor aún, falta la feliz consecuencia de tan enorme atractivo turístico: su impacto económico, de unos 40 millones de euros al año. Cerca de la salida del puerto, donde se encuentra el acceso directo a calle Larios, incluso se extraña el bullicio. Una andana de botas rosas con lunares blancos de una conocida casa de vinos local recuerda que la ciudad debía estar ahora en fiestas, y una exposición de carteles antiguos de feria recorre su gran arteria comercial, como una reminiscencia necesaria para invitar a mirar con paciencia al futuro, mientras las terrazas de sus decenas de bares y restaurantes, pese al aforo limitado, apenas logran ocupar todas sus mesas, y el trajín por sus plazas y callejuelas se asemeja más al de una mañana de marzo que a la de un mes de agosto: la “nueva normalidad” ha terminado convertida en presagio de ruina.
Las evidencias se han convertido en un lastre para los iniciales atisbos de esperanza que habíamos fomentado una vez superado el estado de alarma. A veces basta incluso con cerrar los ojos y prestar atención al sonido ambiente. Hagan la prueba en cualquier playa de Torremolinos a Estepona. En seguida echarán algo en falta: casi nadie habla en inglés. Si han sido habituales en la zona comprenderán la extraña sensación de irrealidad que produce, como si estuvieras atrapado en un capítulo de Black mirror en el que todo obedece de pronto a reglas diferentes.
El ejemplo de Málaga, por significativo, es indicativo del progresivo deterioro económico al que nos sigue empujando el avance de una pandemia que sigue presente en nuestras ciudades y en nuestras vidas, con la novedad de que ya se ha instalado en la conciencia colectiva la identificación de nuevos culpables e irresponsables, pese a que todo sigue siendo consecuencia de los errores cometidos y acumulados durante los dos primeros trimestres del año.
Han bastado los vídeos de aglomeraciones, conductas reprobables y bochornosas imprudencias para certificar el compartido diagnóstico, al que se ha dado ahora curso legal con el cierre de los bares de copas y discotecas -el 35% de los brotes se han originado en dicho entorno social-. La cuestión es que seguimos empeñados en buscar culpables, cuando lo que necesitamos encontrar son soluciones a la crisis sanitaria y al deterioro del PIB, y ahí duele al mirarse en el espejo de Europa mientras realizamos otro ejercicio de agudeza visual.