El techo se iba rellenando progresivamente de penumbras. Cada vez sus pulmones se saciaban con menos aire. Sabía que estaba próxima la hora de su muerte, pero necesitaba luchar más por añadir una brizna de tiempo a su larga vida. El que fuera uno de los mayores maestros de cantera de Jaén, reconocido por Pedro López, el insigne maestro de obra de la reforma de la catedral gótica, como uno de sus mejores oficiales, el que tuviera a su cargo más de una veintena de ayudantes en su taller de labranza de piedras, a ese que tantos honores por su trabajo le fueran brindados por obispos, abades y nobles de los reinos de Castilla, Aragón y Portugal, se le estaba escapando de entre sus rugosas y cuarteadas manos una existencia incompleta. En esos sosegados instantes, la sombra a la que con afán llevaba invocando horas antes por fin se acercó a su estrecho camastro y, quedamente, se arrodilló dejando caer su pequeña cabeza sobre la mano derecha del cantero. Esa mano con la que en tantos cuadernos había dibujado, escrito y planificado obras y realizadas cuentas, ahora era capaz de sentir el dulce calor de aquel malogrado hijo, su único hijo que con apenas diez años no pudo resistir más las dentelladas que le iba propinando su cruel enfermedad. En mitad de la oscuridad, un brillo en una esquina de la habitación le hizo transportarse a ese tiempo en el que trabajaba con su hijo en el taller, vigilándolo de reojo mientras, trinchante en mano, iba labrando sillares de muros y dovelas de arcos, cuando apenas era un hábil aprendiz, a partir de esos bloques desbastados que venían del paraje que llamaban Cantera Vieja, situado a un par de leguas de Jaén. Tiempo más tarde, cuando superó la prueba para ascender al grado de compañero del gremio y tras jurar cumplir los reglamentos y las obligaciones de su nuevo grado, tuvo que designar su marca. Decidió que coincidirían tanto su marca de identidad, la que representaba su propia firma, como la de utilidad, la que servía para facilitar la colocación exacta de cada pieza labrada. Y no podía ser otra que aquella que su hijo tantas veces dibujara con su pequeño dedo índice en el suelo terroso del taller. Esa señal formada por el cruce de dos líneas, a la que él añadió en paralelo la misma figura, uniendo sus extremos. Ante otras marcas de canteros, diseñadas con letras muy elaboradas correspondientes a las abreviaturas de sus nombres, con dibujos de sus herramientas de trabajo o con figuras geométricas muy detalladas, escogió aquella que, por un lado, le recordara la simplicidad y fragilidad de la vida y, por otro, le permitiera recordar siempre a su hijo. Y esa misma marca la fue grabando en sillares, dovelas y tambores de columnas allá donde labrara una piedra a lo largo de toda su vida. Quienes le contrataban se sorprendían que esas piezas tan bien labradas y que con tanta perfección encajaban, propias de un cantero especializado, fueran marcadas con un signo tan modesto. Y fue esa misma marca la que conservó al alcanzar la categoría de maestro de cantera. Antes de expirar agarrado a su hijo, recordó aquella fría y luminosa mañana en la que quiso enseñarle uno de los muros de la cabecera de la catedral, construido sobre los cimientos de la mezquita. Al instante, el pequeño reconoció su propia señal en muchas de las piedras. Y los que por allí deambulaban se veían sorprendidos por las sonoras carcajadas de padre e hijo producidas en cada nuevo descubrimiento. Y el padre, marcado por un futuro incierto junto a su hijo, aquella mañana encontró en su mirada unos ojos asombrados y luminosos que fueron, hasta el final de su vida, su mayor fortaleza. Dejó el coche en el aparcamiento del Mercado de Abastos y subieron por La Carrera, en esa reluciente mañana de sábado, hasta llegar, junto a su hijo de apenas diez años, al principio del callejón de la Mona, para contemplar la vieja fachada orientada al este de la catedral. En la Asociación Provincial de Autismo le animaban a utilizar pictogramas en casa para mejorar la comunicación. Y se le ocurrió rememorar lo que su padre ya hacía con él cuando, sentados en las viejas y desconchadas sillas metálicas verdes del bar Sanatorio, le contaba leyendas del Jaén antiguo. Recordó cuando le narraba, susurrando, la historia de la maldición que recaería sobre aquel que apedreara a la mona, esa pequeña efigie de un hombre sentado a la manera oriental, situada sobre una de las esquinas de la cenefa gótica. Y lo que se divertían juntos buscando entre las piedras del viejo muro las marcas iguales. Ahora quería tratar de comunicarse con su hijo haciendo lo mismo que albergaba en sus recuerdos. Había visto unas pocas marcas de cantero en las dovelas del arco gótico de acceso lateral a la iglesia de San Juan, pero estaban muy altas para su hijo y eran poco perceptibles. Las de la catedral podría tocarlas y eran abundantes. Primero, le propuso localizarlas. Cada vez que descubría una la señalaba orgullosamente con su pequeño dedo índice acompañado de un enorme grito de satisfacción. Después, su padre le propuso elegir aquella que más le gustara. Inmediatamente señaló la marca formada por el cruce de dos líneas. Asombrado por la rapidez de su decisión, le planteó encontrar juntos en otras piedras la marca escogida. Y las risas estentóreas resonaron por toda la calle Valparaíso cada vez que daban con una. La gente los miraba extrañados pero ellos, ajenos a su presente, sentían eterno ese momento mágico. Y el padre, marcado por un futuro incierto junto a su hijo, aquella mañana encontró en su mirada unos ojos asombrados y luminosos que siguen siendo al día de hoy su mayor fortaleza.
Jaén
La marca del cantero
El techo se iba rellenando progresivamente de penumbras. Cada vez sus pulmones se saciaban con menos aire. Sabía que estaba próxima la hora de su muerte...
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