Larga vida a la Academia de Bellas Artes de El Puerto
Los acordes de un piano con la melodía del himno nacional inglés, la Marsellesa o cualquier composición de Manuel de Falla, ponía la banda sonora
Mi abuela era de las que pensaba que en la calle no se aprendía nada bueno y participó de la moda de apuntar al niño a todo. Además de inscribirme en los scout y a las catequesis, también lo hizo al dibujo. Tenía ocho años y yo no sabia muy bien qué era aquello. Pronto comprendí que era algo así como iniciarse en las bellas artes desde cero. Una auténtica misión imposible para aquellas personas que, como yo, sólo sabíamos colorear a duras penas los típicos dibujos infantiles que hacíamos en la guardería y unir los puntos de la caligrafía de los cuadernillos verdes de Rubio.
Recuerdo como si fuera ayer la primera tarde que acudí a las clases de la Academia. Al llegar a aquel palacio de la calle Pagador me impresionaron los azulejos del zaguán de la entrada, desconchados y vidriados que rezumaban historia, otros tiempos de plenitud y riqueza, que invitaba a pasar, tras salvar el enorme escalón de la puerta, al interior de aquella catedral del arte. Un patio porticado repleto de ánforas me abrazó a modo de bienvenida haciendo las veces de recibidor y punto de encuentro con mis compañeros de viaje. Después de unirnos al grupo subíamos la majestuosa escalera de mármol, antaño pasarela de trajes de lujosa seda, jubones y calzas, que hoy nos servía para ascender al cielo de las artes mientras un ángel de cabellera dorada, Santa Cecilia, nos observaba con fijeza desde el lienzo y nos escudriñaba con mirada curiosa haciéndonos protagonista del mismo cuadro.
El olor a viejo, aceites y yeso se apoderaba de nuestra alma recordándonos en las tardes frías de invierno, las interminables lluviosas de tormenta y las de levante recio, que se estaba mejor dentro que fuera y que aquella también era nuestra casa.
El aula, inmensa, nos recordaba a las bodegas porteñas con techos de artesonado y ventanales estrechos en altura. Jalonaban sus paredes carteles de otros tiempos anunciadores de ferias, veranos y Semana Santa de aquellos años de posguerra y dictadura cuando se tenía poco y se reía aún más. Los bancos altos, cuadrados, de madera, surcados por las huellas del pretérito, tenían un agujerillo en el centro del asiento en el que encestábamos la goma de borrar mordisqueada cuando nuestro ímpetu de niño nos hacía olvidar que estábamos aprendiendo a representar el universo en una hoja. Mientras, nuestro lápiz de listas negras y amarillas, se deslizaba por la pendiente que en forma de rampa describía la mesa de trabajo corrida en cuyo nexo de unión, a dos aguas, con la banda opuesta, reposaban estáticos maniquíes y figuras de escayola prestas a cobrar vida desde la carboncilla de aquellos privilegiados que recibían el honor de empezar a trabajar el dibujo natural. La metodología para el aprendizaje era muy sencilla: fijarse e imitar repetitivamente las colecciones de láminas de Carles Feixa. Astronautas, naves espaciales, caballos, figuras geométricas y elementos del cuerpo humano formaban parte del elenco de aquel ritual para aspirantes a pintores de brocha fina.
La señorita Pepi, una y otra vez, con amabilidad infinita cristalizada en una dulce sonrisa, nos mostraba cómo realizar los trazos del sombreado, manchando el papel barba con maestría por todo aquello que demandaba profundidad en el plano.
Los acordes de un piano con la melodía del himno nacional inglés, la Marsellesa o cualquier composición de Manuel de Falla, ponía la banda sonora original a aquella película que vivíamos tarde tras tarde sustituyendo, en muchas ocasiones, la merienda de pan con chocolate viendo Barrio Sésamo tras el colegio.
El pasado mes de mayo, en la tertulia de Tresantié en la cafetería Milord, tuvimos la suerte de contar con Manuel Pico y Carmen Cebrían, presidente y vicepresidenta de la entidad respectivamente, acompañados de los diferentes miembros de la junta directiva de la Academia y un nutrido número de socios, que nos hicieron viajar magistralmente en el tiempo a través de los 111 años de historia que avalan la dilatada trayectoria de la institución, bandera de la cultura portuense, que en la actualidad se debate entre sus pliegos de la Academia, las conferencias de los martes de verano, las tradicionales clases de Bellas Artes y una recién estrenada, completa e interesante web ( www.bellasartessantacecilia.es) que incorpora a la Academia al mundo de las nuevas tecnologías de la información y al fenómeno de la globalización. Sin embargo, hoy como ayer, la música de un viejo piano y los grandes ventanales de cristales soplados, saludan a aquellos que, desde la inocencia de la infancia o desde la inquietud de la creatividad y el talento, acuden al templo de las Bellas Artes de El Puerto, castillo de las musas portuenses, orgullo de nuestra patria chica y testigo mudo de nuestra historia.
Recuerdo como si fuera ayer la primera tarde que acudí a las clases de la Academia. Al llegar a aquel palacio de la calle Pagador me impresionaron los azulejos del zaguán de la entrada, desconchados y vidriados que rezumaban historia, otros tiempos de plenitud y riqueza, que invitaba a pasar, tras salvar el enorme escalón de la puerta, al interior de aquella catedral del arte. Un patio porticado repleto de ánforas me abrazó a modo de bienvenida haciendo las veces de recibidor y punto de encuentro con mis compañeros de viaje. Después de unirnos al grupo subíamos la majestuosa escalera de mármol, antaño pasarela de trajes de lujosa seda, jubones y calzas, que hoy nos servía para ascender al cielo de las artes mientras un ángel de cabellera dorada, Santa Cecilia, nos observaba con fijeza desde el lienzo y nos escudriñaba con mirada curiosa haciéndonos protagonista del mismo cuadro.
El olor a viejo, aceites y yeso se apoderaba de nuestra alma recordándonos en las tardes frías de invierno, las interminables lluviosas de tormenta y las de levante recio, que se estaba mejor dentro que fuera y que aquella también era nuestra casa.
El aula, inmensa, nos recordaba a las bodegas porteñas con techos de artesonado y ventanales estrechos en altura. Jalonaban sus paredes carteles de otros tiempos anunciadores de ferias, veranos y Semana Santa de aquellos años de posguerra y dictadura cuando se tenía poco y se reía aún más. Los bancos altos, cuadrados, de madera, surcados por las huellas del pretérito, tenían un agujerillo en el centro del asiento en el que encestábamos la goma de borrar mordisqueada cuando nuestro ímpetu de niño nos hacía olvidar que estábamos aprendiendo a representar el universo en una hoja. Mientras, nuestro lápiz de listas negras y amarillas, se deslizaba por la pendiente que en forma de rampa describía la mesa de trabajo corrida en cuyo nexo de unión, a dos aguas, con la banda opuesta, reposaban estáticos maniquíes y figuras de escayola prestas a cobrar vida desde la carboncilla de aquellos privilegiados que recibían el honor de empezar a trabajar el dibujo natural. La metodología para el aprendizaje era muy sencilla: fijarse e imitar repetitivamente las colecciones de láminas de Carles Feixa. Astronautas, naves espaciales, caballos, figuras geométricas y elementos del cuerpo humano formaban parte del elenco de aquel ritual para aspirantes a pintores de brocha fina.
La señorita Pepi, una y otra vez, con amabilidad infinita cristalizada en una dulce sonrisa, nos mostraba cómo realizar los trazos del sombreado, manchando el papel barba con maestría por todo aquello que demandaba profundidad en el plano.
Los acordes de un piano con la melodía del himno nacional inglés, la Marsellesa o cualquier composición de Manuel de Falla, ponía la banda sonora original a aquella película que vivíamos tarde tras tarde sustituyendo, en muchas ocasiones, la merienda de pan con chocolate viendo Barrio Sésamo tras el colegio.
El pasado mes de mayo, en la tertulia de Tresantié en la cafetería Milord, tuvimos la suerte de contar con Manuel Pico y Carmen Cebrían, presidente y vicepresidenta de la entidad respectivamente, acompañados de los diferentes miembros de la junta directiva de la Academia y un nutrido número de socios, que nos hicieron viajar magistralmente en el tiempo a través de los 111 años de historia que avalan la dilatada trayectoria de la institución, bandera de la cultura portuense, que en la actualidad se debate entre sus pliegos de la Academia, las conferencias de los martes de verano, las tradicionales clases de Bellas Artes y una recién estrenada, completa e interesante web ( www.bellasartessantacecilia.es) que incorpora a la Academia al mundo de las nuevas tecnologías de la información y al fenómeno de la globalización. Sin embargo, hoy como ayer, la música de un viejo piano y los grandes ventanales de cristales soplados, saludan a aquellos que, desde la inocencia de la infancia o desde la inquietud de la creatividad y el talento, acuden al templo de las Bellas Artes de El Puerto, castillo de las musas portuenses, orgullo de nuestra patria chica y testigo mudo de nuestra historia.
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