Los seres humanos no solemos facilitarles la vida a los demás porque nos vemos los unos a los otros como enemigos potenciales. Y porque en un mundo tal falso y competitivo esta irracionalidad latente transmuta en hostilidad real.
Hace unos meses murió el padre de un compañero de trabajo tras una larga convalecencia. El filósofo alemán Heidegger abrazó el nazismo, pero es difícil negarle su descubrimiento existencial: somos seres para la muerte.
La vida es un paréntesis que nadie espera y que probablemente no sabemos aprovechar: demasiado breve siempre, demasiado difícil muchas veces. La vida es un silencio que debemos tratar de cubrir con palabras que no hieran. A veces me pregunto: ¿estará aquí el origen de la música, de los versos, de la belleza? No conozco lo suficiente a este compañero de trabajo. Pero tras las reticencias iniciales vamos comprobando que nos caemos bien. Así, poco a poco, se ha convertido en uno de los más ácidos comentaristas de mis artículos.
Por ejemplo, si cito al sociólogo francés Lipovezky, retuerce los vocablos y entre sonrisas pícaras pregunta quién es ese tal “Gilipoyesqui”. Y adorna sus comentarios con gestos voluptuosos y carnales si digo que el amor consiste en dar. Esto en el mejor de los casos. En el peor, me suelta que ha tenido que leer el texto repetidas ocasiones para comprenderlo. No es el único en esta desventura. Por lo tanto, el problema debe ser mío. ¿O quizás no exista tal problema y en verdad mis textos son complejos porque yo lo soy, y los demás son –aparentemente- más ligeros? Bastaría aceptar estas asimetrías si pretendemos convivir.
Hay personas que no aciertan a comportarse en los velatorios. Confieso que soy una de ellas. Algunos no sabemos qué decir por más sana intención que nos motive a la hora de transmitir el pésame al doliente. La muerte ajena, por extraña que nos resulte, nos pone en guardia. Ese miedo innato al dolor, ese descanso que se nos antoja oscuro (y que tal vez no lo sea), nos predetermina y conmueve más de lo que nos creemos.
Hubiera supuesto una tremenda incorrección no acudir al tanatorio. Al despedirnos me dijo –esta vez sin apostillas irreverentes- que le había gustado mucho mi último artículo, una diatriba contra la necedad de los millonarios y la insolidaridad inherente al poder del dinero.
También me sugirió, con marcado énfasis, que escribiera sobre la operación encubierta de los servicios secretos norteamericanos que había acabado con la vida del terrorista Ben Leaden. Hasta apuntó el título: “Ajuste de cuentas”. Fue entonces cuando advertí su indignación y su pena. La muerte cercana, si tenemos buen fondo, nos rebela contra cualquier muerte, incluida la de aquellos que han sembrado de destrucción este pequeño planeta. Imagino que mucho tuvo que poner de su parte el padre ausente en ese poso de humanidad que desprendía mi compañero de trabajo.
Una breve narración de Borges acude ahora a mi memoria. Hay un puñal que pasa de mano de mano y que, de algún modo eterno, dice Borges, fue el que mató a Julio César. El metal presiente en cada contacto al homicida para quien lo crearon los hombres. A veces me da lástima, dice Borges. Tanta dureza, tanta fe, tan apacible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles.
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