Esta mañana me he desayunado viendo a través de uno de los informativos matinales un breve reportaje sobre la terrible tragedia del hambre, la eufemísticamente denominada crisis alimentaria, ocasionada por la falta de agua y recursos, que están padeciendo millones de personas en la región africana del Sahel, y las imágenes me han conmovido. Es cuando dirigimos nuestra mirada hacia fuera y prestamos siquiera un poco de mínima atención hacia lo que sufren otros pueblos cuando nuestros problemas se relativizan y pierden dimensión respecto a su gravedad.
Esto se explica porque uno de los grandes errores de este Occidente en el que vivimos a la hora de relacionarse con el resto del planeta, aunque comprensible, ha sido, sin lugar a dudas, y lo sigue siendo, cierto exceso de etnocentrismo. Del mismo modo que uno de los defectos en el que los seres humanos caemos a menudo, casi inevitablemente, es en el egocentrismo, es decir, en no ver más allá de nuestras propias narices.
No me considero católico, pero me eduqué en los valores del catolicismo y me identifico con la mayor parte de ellos, especialmente los que tienen que ver con la defensa de la dignidad humana y la justicia social. Por eso no entiendo que un partido como el que ahora nos gobierna, alineado con los postulados ideológicos y morales de la Iglesia, no sólo ya no otorgue la importancia que, en mi opinión, debería al capítulo de la cooperación internacional, sino que hasta, con la más absoluta de las frivolidades, se haya permitido hacer burla de la importancia, y tampoco es que fuera mucha, que en su día otros gobiernos le otorgaran. Bueno, sí lo entiendo, pero, obviamente, no lo comparto y me rebelo.
Me vienen a la memoria, por ejemplo, las críticas a las que proyectos como el de apoyo a la comunidad gay de Mali o aquel otro en defensa de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres de dicho país dieron lugar no ha mucho. Los chistes, de muy mal gusto, por cierto, seguro que pueden imaginárselos.
No olvido, ni quiero olvidar, determinados comentarios despectivos que para dejar en mal lugar la cooperación y la ayuda al desarrollo uno tiene que oír a veces, rayando incluso con la xenofobia cuando no el racismo. Y no ya en boca de algún que otro ceporro sin luces, de esos que ni siquiera tienen puñetera idea de lo que hablan, sino en la de personas que se supone medianamente leídas y documentadas y que se autoproclaman creyentes, vayan o no a misa todos los domingos. Más hipocresía, mayores dosis de cinismo, más muestra de patrioterismo barato y demagogia no caben. ¿Qué quieren que les diga? No lo puedo evitar. Hay actitudes que me revientan.
En este primer mundo somos unos privilegiados. No estoy afirmando que por aquí vivamos todos como reyes, qué más quisiéramos, y que no tengamos dificultades. Pues es verdad que precisamente ahora no estamos pasando por el mejor de los momentos que digamos. Pero esto no debe servirnos de excusa para que nos desentendamos de quienes lo pasan mucho peor. Todo lo contrario. No está de más que, de cuando en cuando al menos, recordemos un detalle tan relevante como significativo: que parte de la abundancia de la que por acá disfrutamos –si bien no todos con la misma suerte– es a costa de la miseria de más de media humanidad. O lo que es lo mismo: que más del 80 por ciento de la riqueza está en menos del 20 por ciento de la población.
El pésimo estado de nuestras finanzas públicas no justifica que nos volvamos menos solidarios. La solidaridad, a fin de cuentas, además de ser valor irrenunciable, también genera actividad y empleo, que es lo que urge hoy día, según los entendidos.