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Sin Blas

En este comienzo de mes invernal, lluvioso, triste, donde no hay una macrocifra buena, donde apenas sobrellevamos el consuelo de no estar peor que muchos, me ha dado por rememorar otros febreros, quizá igual de invernales, lluviosos y tristes...

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En este comienzo de mes invernal, lluvioso, triste, donde no hay una macrocifra buena, donde apenas sobrellevamos el consuelo de no estar peor que muchos, me ha dado por rememorar otros febreros, quizá igual de invernales, lluviosos y tristes.

Recuerdo tardes como la de hoy (3 de febrero) en las que mi madre nos sorprendía con esas tradicionales tortas de San Blas y el aroma a anís que impregnaba toda la casa, y que anunciaba qué se cocía, nunca mejor dicho, más allá de la puerta de cristales biselados, de un imposible amarillo chillón, de la cocina.

Recuerdo el punto de nieve de la pasta blanca que cubriría las tortas, el delicado trabajo de abrigar con ella cada una de las pastas, el adorno artesano hecho simplemente con los dedos, sin tanto instrumental moderno como ahora, y la ración extra con la que siempre contaba mi madre, porque en mi casa nunca se hacía un postre especial sin compartirlo con parte del vecindario. Tradición que, por cierto, sigue manteniendo y que nos llena la nevera a mis hermanos y a mí cada vez que se produce una comida familiar.

Pero igual que recuerdo hoy esas tortas de San Blas, agradecida a una infancia carente de todo lujo y plena de zapatos, libros y lápices compartidos; recuerdo otros olores, como el del zumo de naranja y zanahoria de la mañana de los domingos, la tarta de manzana, el chocolate de taza –de alguna que otra de mis primeras nevadas en Vitoria, al lado de unas zapatillas conservadas al calor bajo el radiador-, el chicharro (jurel) con limón de alguna que otra cena, y las tortillas “Falconetti” que comenzamos a prepararnos mi hermano y yo cuando tuvimos edad suficiente para hacerlo.

Desconozco si las tortas de San Blas tienen tradición en el sur. Nunca las he visto invadiendo las pastelerías en esta época, como lo hacen los pestiños, los huesos de santo y otras exquisiteces, según anda el año. Blas ya no es más que un recuerdo unido a la figura de un infantil muñeco de trapo y de un perro del pasado.

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