Estoy convencido de que un porcentaje altísimo de la ciudadanía de este país no sabría decir qué equipo ha ganado la última Copa del Rey de fútbol, cuya final se jugó hace nueve días. Sin embargo, la mayoría de ese porcentaje sí conoce la sonora pitada que el público dedicó al himno de España en el previo del partido; incluso estará dividida entre quienes defienden que ese incidente es un acto de libertad de expresión y quienes lo sitúan en la frontera de la ilegalidad constitucional.
Esta polémica, que en algunos ha resucitado fantasmas que creíamos muertos para siempre en nuestra sociedad, es hija de la maldita manía que tenemos los españoles –sobre todo sus gobernantes y políticos- de utilizar cualquier cosa, incluso las pasiones y aficiones de la gente, para agredir al contrario. Es lo que nos pasa por politizar el fútbol, como antes se hizo, por ejemplo, con los toros, degradando la política a una zafia pelea de patinillo. Este país es estoico, pero no por ser ecuánime ante la adversidad y la desgracia, sino porque cree -como el estoicismo- y practica el eterno retorno, que no es más que volver a tropezar en las mismas piedras que le echaron abajo las rodillas en el pasado.
Los tifosis deben ocupar las gradas de los estadios de fútbol, pero no los escaños ni los sillones de las instituciones del Estado; los cánticos simplones y guturales corresponden a las gargantas de las hinchadas, no a las declaraciones de los políticos ni gobernantes. Desgraciadamente en los días posteriores a la final de la Copa del Rey han hablado los tifosis, que pretendían camelar al resto del respetable para que le siguiera en sus cínicos cánticos contra la grada enemiga. Y es que tan tifosi es el presidente de la Generalitat demostrando en el palco su satisfacción ante la pitada con un gesto cercano a la chulería como el portavoz parlamentario del PP cuando tacha de enfermos a quienes pitaban y juega suciamente a la confusión al identificar a Felipe VI con el himno del Estado, argumento que supone hurtar la soberanía popular -y el himno como símbolo representativo e integrador de la misma- para entregársela al monarca. Basta ya de este tifosismo en las instituciones y de simplezas con las que tratan a los ciudadanos como a lerdos.
Aceptemos que la pitada es irrespetuosa, incluso una falta de respeto institucional y democrático; de la misma manera que podríamos aceptar el argumento inverso, que criticarla o prohibirla es faltar al respeto democrático al obstaculizar el derecho a la libertad de expresión. Más allá de estas interpretaciones hay algo evidente: quien pita tiene una queja contra aquello a lo que pita y una necesidad de hacerla audible, aunque sea en términos simbólicos. Poner un parche afirmando que es una campaña organizada y no algo espontáneo resulta, en mi opinión, una simpleza que, además, no busca la raíz del problema. Porque estas acciones de protesta son las décimas de fiebre con que el cuerpo nos advierte de que algo no va bien y que es necesario atajar la enfermedad en su periodo de incubación antes de que desestabilice al resto del organismo. El buen médico va más allá de cortar radicalmente la fiebre con medicamentos de choque y busca el origen de esa anomalía para evitar males mayores en el futuro. Y en estos días han abundado los malos médicos, que han recetado medicamentos represivos y coercitivos a nuestra democracia.
Si me preguntan a mí, me preocupan más las pitadas insonoras que las estridentes; las primeras dañan más a la democracia y a sus instituciones que las segundas. Lo peor es que algunos de los que se han comportado como tifosis en estos días pertenecen a esas hinchadas que pitan silenciosamente, a partidos y gobiernos que han amparado, cuando no colaborado, a corruptos que han socavado la confianza ciudadana en la democracia de este país. Me indignan más esos pitos insonoros -corrupción, pobreza, paro, recortes, etc.- que los de un campo de fútbol. Esa pitada insonora sí que es insoportable para el oído de la democracia.
Así que nadie intente convencerme de que un pito de plástico es un arma peligrosa; peligroso es el silencio connivente y encubridor.