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Luz, que no veo

Todo comenzó en Zaragoza la noche del 27 de septiembre de 1934, en un edificio de cuatro plantas de la céntrica calle Gascón de Gotor número 2, habitado por ocho familias.

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Todo comenzó en Zaragoza la noche del 27 de septiembre de 1934, en un edificio de cuatro plantas de la céntrica calle Gascón de Gotor número 2, habitado por ocho familias. Se escucharon en las escaleras unas espantosas y estridentes carcajadas de tono bastante siniestro. Alarma entre los vecinos.
Todo el mundo sale de sus casas para ver qué ocurre, pero en las escaleras no hay nadie. Al parecer sólo ha sido una broma desagradable. El inmueble era propiedad de don Antonio Palazón, que ocupaba, junto a su mujer y sus hijos, el segundo piso a mano derecha. Con ellos trabajaba una sirvienta de 16 años cuyo nombre era Pascuala Alcober o Alcocer: de las dos formas aparece el apellido en los expedientes.

Entre el 5 y el 19 de octubre transcurre la Revolución de 1934, cuyo principal foco es Asturias, pero con importante repercusión en Cataluña. El gobierno de España está ya, desde el día 4, en manos de una coalición entre los radicales de Lerroux y la CEDA de Gil Robles, partido éste que poseía la minoría más amplia en el Parlamento y que entrará en el Ejecutivo con tres carteras. La tentativa insurreccional asturiana sería brutalmente reprimida por el Ejército.

En Zaragoza, durante octubre, la cosa estuvo tranquila en la calle Gascón de Gotor. Pero el 15 de noviembre se acabó la calma. Al término de esa jornada, pasada ya la medianoche, la criada de los Palazón, Pascuala, se hallaba en la cocina concluyendo las faenas. Apagó la luz para irse a dormir. Entonces oyó una terrible voz masculina que decía: “¡Luz, que no veo!”. Suenan de nuevo risas escalofriantes. Aterrorizada, Pascuala vuelve a accionar el interruptor y comprueba que la cocina está vacía. La voz, que salía por la boca de un fogón, suelta un lamento, y luego grita: “¡María, ven!”. María era la esposa de Antonio Palazón. Pascuala huye despavorida buscando a su señora. Las dos mujeres salieron al rellano de la escalera dando chillidos y despertando al vecindario. Empezaba el extraño caso del Duende de Zaragoza.

La marimorena que se organizó fue de pánico. El hecho fue denunciado en la comisaría. A partir de ahí intervinieron la Policía, la Guardia de Asalto y los juzgados, así como un psiquiatra ilustre, don Joaquín Gimeno Riera, el cual habló de una posible ventriloquia histérica en relación a la criada. Más tarde entró también en el ajo el propio gobernador civil y el asunto llegó hasta la Dirección General de Seguridad de Madrid. El orden público se alteró en la capital aragonesa. En los alrededores de la finca encantada se reunían, casi a diario, entre 2.000 y 3.000 personas. España entera estaba pendiente de aquel suceso que, tras ser portada en el londinense The Times, dio la vuelta al mundo.

El duende del hornillo no era un espíritu burlón, ni mucho menos. Insultaba, maldecía, era adivino y amenazaba incluso de muerte. “¡Ya estoy aquí: cobardes, cabrones; os vais a enterar!”. El duende conversaba con cualquiera. A un policía le dijo: “No soy hombre”, aludiendo probablemente a su condición diabólica. Sólo se calmaba algo cuando departía con un niño de 4 años de la tercera planta, Arturo Grijalba, que vive todavía. Estos acontecimientos duraron hasta finales de diciembre, cuando la voz del infame duende se desvaneció en las sombras.

Por primera vez en España las autoridades investigaban un incidente paranormal que fue cerrado en falso. Según las leyes de la lucha de clases, la que pagó el pato fue Pascuala, que sería desterrada a su pueblo. Henri Barbusse escribió: “La sombra no existe; lo que tú llamas sombra es la luz que no ves”.

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