Es él el que debe estar asustado. No pisará suelo español, salvo que venga -cuando corresponda- extraditado por el cumplimiento de lo dictado por el juez instructor del Tribunal Supremo o porque se entregue voluntariamente a las autoridades, una vez que ponga sus pies en España. Aunque será muy tardía, es más probable la primera que la segunda. Él se ha autoimpuesto una pena de destierro para no afrontar las responsabilidades de la proclamada independencia de Cataluña, que nunca arrió la bandera española de la cima de la cúpula de sus instituciones ni de la tribuna de su parlamento.
La huida de Puigdemont contrastó con la postura -siempre insolente, pero sin duda consecuente- de los que se quedaron y fueron juzgados y condenados a distintas penas por los cargos a los que fueron imputados. Entraron en prisión y fueron indultados, tras cumplir una parte de sus penas. Puigdemont era el President y salió corriendo, engañando a parte de su gobierno. La única retórica posible que le resta, tras ese acto de valentía inigualable, es proclamar que España es un Estado represor y negar la separación de poderes. Pero ello choca frontalmente con la condición adquirida de eurodiputado en situación de huido. Muy represor y muy dictatorial no debe ser ese país que le permite presentarse a la elecciones europeas con una orden internacional de busca y captura a sus espaldas. Por eso no tiene credibilidad internacional, independientemente de los intrincados enredos judiciales, que permiten los Estados de Derecho de la UE.
Sus excesos verbales y su teatralidad no debe importar. Que funcionen las instituciones, las judiciales y las políticas. Por eso debe continuar el procesamiento y, al mismo tiempo, el diálogo político con el gobierno catalán. Reventar el dialogo con el Gobierno de la Nación es lo que ha estado a punto de producir el movimiento de presentarse en la pequeña población amurallada de L’Alguer, en el oeste de la región autónoma de Cerdeña, que formó parte de la Corona de Aragón y donde una cuarta parte de su población habla un catalán dialectal. Los nacionalistas catalanes la incluyen -sin votación, ni autodeterminación- dentro de sus mapas de los Países Catalanes, con el Rosellón, la Comunidad Valenciana y Baleares. La Corona de Aragón sí existió, los Países Catalanes, nunca. Un sueño expansionista, como el de todos los nacionalismos que en el mundo han sido.