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Nasciturus

Amo la vida. No siempre he sabido hacerla más agradable a quienes me quieren. Ni ellos a mí. Pero desprende la vida en sí misma un impulso que invita a que la conquistemos y aprendamos a merecerla, igual que le ocurre al enamorado que es amante auténtico.

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Amo la vida. No siempre he sabido hacerla más agradable a quienes me quieren. Ni ellos a mí. Pero desprende la vida en sí misma un impulso que invita a que la conquistemos y aprendamos a merecerla, igual que le ocurre al enamorado que es amante auténtico.
Por esta razón me conmueve el debate sobre la despenalización del aborto. Cómo no albergar dudas de estar sesgando un porvenir en ciernes al acometer tamaña reforma legislativa. Cómo no plantearse si una chica de dieciséis años puede tomar con madurez decisión tan trascendental para sí, su familia y la sociedad entera. Este asunto reclama mi atención. Me asaltan incertidumbres que quieren ser resueltas. Y es asunto complejo. Más aún en Iberia sumergida, donde el cristianismo ecuménico que propagó el judío Pablo arraigó hasta integrar nuestra identidad nacional, nuestra estructura de poder político.
La reforma penal del aborto supone un desafío para este país. Pero ante todo es un desafío cultural en sí. Y todos los retos que la humanidad o un pueblo tuvieron que afrontar se han resuelto abandonando formas primitivas de pensamiento. Conforme fue muriendo dios como explicación de la existencia avanzó la ciencia. ¿Quién debe tomar la decisión en todos los órdenes de la vida, en el aquí y ahora para seguir mañana? ¿Dios o la razón? Los seres humanos debemos tomarla. Se trata de promulgar, o no, una ley de plazos en una sociedad cuyo texto constitucional se proclama moderno y laico, dato que a menudo se nos olvida.
Insisto: me subleva la posibilidad de romper una vida humana. Pero más me preocupa que esa vida esté realmente ligada a un porvenir. De poco sirve obligar a una madre que no podrá, o no querrá, cuidar a su criatura cuando nazca. ¿Qué será de ambos? ¿Tiene algún sentido impeler al sacerdote a renegar del celibato por imposición de la ley civil, si no lo desea por convicción o acatamiento de su credo? Este principio de soberanía individual, tan humanista, que con tantas deficiencias hemos ejercitado, me lleva a una postura que -paradoja- a la postre desemboca en otra fe.
Confío en la ciencia. No puedo hacerlo en nadie más. Si ella me dice que hasta un determinado plazo de gestación el sacrificio será menor, me lo creo. La ciencia nos ha salvado de virus mortíferos. Ha construido puentes y acercado el orbe celestial (no es broma: piensen en las aeronaves surcando la atmósfera). Nuestro intelecto, tan brutal todavía, nos permite sobrevivir como especie, siendo la más débil. Depredamos, pero tenemos conciencia, ciencia y palabra. Estamos abocados a la tesitura de pensar para enfrentar los retos de la cultura que hemos creado.
Ahora bien, demando del legislador que esté a la altura exacta de su responsabilidad. Se lo exijo. No debe preocuparse de otra cosa que de legislar bien. Y el Gobierno, no debe sino velar para que los protocolos se apliquen sin mayores traumas que los ya implícitos. No les pagamos para que nos enseñen a insultarnos o mentir. Ellos también son pedagogos. Por esto defiendo la cláusula de conciencia de los profesionales sanitarios que pretendan acogerse a ella sin más explicación que la intimidad de su pensamiento. Por esto es radicalmente necesaria la intervención de los padres, no para culpar a la sociedad o (aún peor) a los protagonistas del embarazo no deseado, sino para asumir también ellos su responsabilidad directa. Y por encima de todo defiendo una toma de conciencia social de mayor hondura que la tragicomedia de enarbolar estandartes, mostrar fotografías de fetos o propinarle un puntapié a la gramática de Cervantes, todo en público. Porque algo funciona rematadamente mal cuando los embarazos son tan precoces, cuando todavía nos empeñamos en imponer a los demás nuestra ortodoxia religiosa y cuando la política infla su oratoria hasta el extremo del absurdo.

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