La situación del presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Dívar, ya es insostenible. Habrá que recordar que la denuncia de haber desviado fondos públicos para gastos suntuarios particulares, lejos de resultar una entelequia, partió de dentro del propio órgano de Gobierno de jueces y magistrados.
Sólo una opacidad incomprensible en la gestión de tales fondos le mantiene aferrado al cargo en contra de la enorme presión mediática y de la indignación popular que ha crecido en torno a su persona. Haya o no cometido delito del malversación, y hubiera o no estallado la enorme crisis económica en que estamos inmersos, Dívar ha incurrido en ejercicio arbitrario de las funciones inherentes a su cargo.
Si viviéramos en una democracia madura, habría dimitido sin más dilación. Pero vivir en una democracia madura exige anteponer el prestigio de las instituciones a cualquier interés personal y esto, por desgracia, no sucede en España. Un apremio parecido va cerniéndose poco a poco sobre el actual presidente de la Junta de Andalucía, José Griñán, a propósito de la investigación judicial abierta por el vergonzoso caso de los EREs.
Las responsabilidades penales de los políticos no se depuran en las urnas, sino en los juzgados mediante un proceso que reúna todas las garantías legales. Los andaluces necesitamos saber la verdad. El problema estriba en que quien acusa tampoco tiene las manos limpias. Por eso hemos de confiar en la profesionalidad e imparcialidad de la jueza Alaya, para que ella, por contraste con Dívar, llegue hasta el final con todas sus consecuencias. Lo contrario equivaldrá a un desaliento con respecto a la ejecutoria de órganos básicos del Estado.
El nuevo organigrama legal de TVE es un vivísimo ejemplo de ese desaliento al que aludo. Durante los últimos años, el ente público había alcanzado una reputación inédita gracias a que el nombramiento de su presidente debía realizarse por consenso de los grandes partidos políticos. Pero el Gobierno de Rajoy ha dinamitado de un plumazo el anterior status quo para designar por decreto-ley a un hombre de su confianza.
Esta manera de hacer las cosas resulta poco honorable. Aun en tiempos oscuros es posible hacer ideología en detrimento de gestión enfocada a la defensa del interés general. En un mundo en que el déficit de democracia es una realidad incontestable, y en mitad de una crisis brutal que también golpea con virulencia a los medios de comunicación y a los periodistas, se revela esencial que la prensa se mantenga libre de cualquier genuflexión ante los altares del poder político, más aún si se trata de un medio público.
Precisamente la encomiable labor de denuncia de los medios independientes respecto del indecoroso proceder de Carlos Dívar y del escándalo de los EREs pone de relieve la necesidad de que el cuarto poder se mantenga vigilante. A partir de ahora tendremos que examinar si TVE marca su paso a la par de esta época retrógada.