El palacio de los tontos

Publicado: 11/07/2015
Las certezas asoman del lado de la suma influencia adquirida por las redes sociales en nuestros días y en todos los ámbitos, comenzando por el de la política -necios, tontos, listos, inteligentes, o como quieran llamarlos, la mayoría tiene algo en común: están en el censo de votantes.
Muchos de ustedes conocerán a Umberto Eco como el autor de El nombre de la rosa. Si han estudiado Periodismo, o se han interesado por profundizar un poco en el personaje, sabrán a estas alturas que estamos ante uno de los más reputados semiólogos del mundo y responsable de uno de los ensayos más influyentes sobre comunicación del siglo XX, Apocalípticos e integrados, en cuya mítica portada aparece estampada la figura de Supermán.

Pues a Umberto, aunque esté mal decirlo,  le han llovido críticas desde todos lados durante las últimas semanas. En primer lugar por su última novela, Número 0, ambientada en la redacción de un periódico imaginario en la Italia de 1992. Y, en segundo lugar, por criticar las redes sociales, que para muchos viene a ser como mentarle al padre muerto. Ha dicho Umberto que “las redes sociales han generado una invasión de imbéciles que le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que antes hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los necios. El drama de Internet es que ha promovido al tonto del pueblo al nivel de portador de la verdad”.

Pueden ustedes imaginar el número de carajos que le habrá importado a Umberto Eco las críticas recibidas, sobre todo las de las redes sociales, pero ponen de manifiesto el creciente interés que ha surgido por conocer qué piensan determinantes referentes del mundo periodístico y cultural sobre las mismas, como si nos enfrentáramos a un ejército o a un virus a los que dábamos por inofensivos cuando ya sabemos que ni un ejército ni un virus lo son.

Esta semana, en una entrevista a Carlos Herrera, le preguntaban por la cuestión y definía a Twitter como “el palacio de los tontos” -no quiero ni imaginar lo que puede pensar del feisbu-. Al parecer, no es don Umberto el único con la cabeza bien amueblada y el espíritu instruido en hacerse una idea bien similar acerca del fenómeno. Les puedo poner también el ejemplo de Javier Marías, quien hace una semana se refería a la “vileza tuitera” y a los “linchamientos masivos de las redes sociales”, como si “vivir airado” fuera la “consigna”: “La gente indignada o predispuesta a estarlo es la que menos escucha y razona, y la más manipulable, y acaba por ser sólo intolerante. Sin duda va siendo hora de que se rebaje el prestigio de esa actitud más bien pétrea. Además de idiota”.

También hay opiniones adversas a éstas entre profesionales igualmente respetables. Es el caso de Vicente Lozano, quien sostiene que “la Red supone la democratización de la difusión del conocimiento y de la información. En concreto, por Facebook, Twitter, Instagram o Google+ circulan intenciones, deseos, críticas, aplausos, insultos, adhesiones, de ciudadanos corrientes, y también informaciones contrastadas y opiniones de medios de comunicación. No es demasiado difícil distinguir entre unos y otros”. Sólo le ha faltado citar a Harry Callaghan, que ya advirtió en una de sus películas que “las opiniones son como los culos.Cada uno tiene el suyo”. 

El debate, en realidad, da para que Eco se ponga con una apostilla a sus Apocalípticos e integrados -nunca volverá a tener más fácil distinguir entre unos y otros-, pero, en este momento, más que dudas, hay certezas. Y las certezas asoman del lado de la suma influencia adquirida por las redes sociales en nuestros días y en todos los ámbitos, comenzando por el de la política -necios, tontos, listos, inteligentes, o como quieran llamarlos, todos tienen algo en común: están en el censo de votantes si han cumplido los 18 años-.

El propio presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, ha tardado meses en darse cuenta de que lo que él llamaba “martilleo” sobre la corrupción no provenía de las televisiones, sino de los teléfonos móviles y de las corrientes de opinión que se alimentan a través de los mismos, y habrá que concluir que o tiene malos asesores o es duro de oído, por mucha cara que ponga de ser el último en enterarse.

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