En 1986, en pleno colofón de la Guerra Fría, EEUU decidió bombardear Libia y aclararle así las cosas a un tal Gadaffi. Desde el patio del instituto vimos sobrevolar varios cazas norteamericanos rumbo a las bases de Rota o Morón y por las tardes, mientras estudiábamos en casa de algún amigo, teníamos cerca un aparato de radio para conocer si había novedades en las “hostilidades”, aunque por el rostro de algunas de nuestras madres, que también vieron pasar los aviones, aquello parecía el presagio de la temida guerra nuclear. A lo máximo a lo que llegó Gadaffi fue a lanzar un misil cerca de las costas italianas, y la tensión se desvaneció pronto entre nosotros -volvíamos a Defcon 5, como aprendimos en
Juegos de guerra-.
Hoy nuestros hijos saben que Estados Unidos tiene un presidente negro, y lo han asumido con lógica naturalidad. En los 80 estaba en el cargo uno que había sido actor -bastante mediocre, por cierto- y eso costaba más trabajo asimilarlo: nosotros teníamos a Felipe González de presidente, no a Alfredo Landa.
Jesús Hermida nos explicaba desde Nueva York, en una de sus pedagógicas crónicas, que cualquier estadounidense puede convertirse en presidente, y que, de hecho, muchos se presentaban para lograrlo: desde representantes vecinales hasta barrenderos, aunque a la fase final de las primarias sólo llegaban, no sabemos si los mejores, pero sí quienes tenían más dinero, como puede estar a punto de ocurrir con Donald Trump en las filas del Partido Republicano; y si no es él será Jeb Bush, que tampoco es de los que debe llevar suelto en los bolsillos, más bien amarrado.
Los republicanos nunca han tenido muy buena prensa entre nosotros, incluso si el demócrata tampoco era mucho de fiar. Cuando George W. Bush se midió a Al Gore hubo analistas que dijeron que “si hay que elegir entre un loco y un tonto, prefiero al tonto”. Al final, el “tonto” no lo era tanto -hizo negocio con el cambio climático-, pero perdió, y se cumplieron los otros presagios.
Los que fuimos creciendo a la par de aquella América de Ronald Reagan ya padecimos las consecuencias en forma de bombardeo propagandístico, pero como reconocía Juan Luis Cano la noche del primer ataque a Libia en el programa diario de Gomaespuma, “pese a que en EEUU haya presidentes indeseables que prefieren la guerra antes que la paz en sus pretensiones por dominar el mundo y el petróleo -fue algo más o menos así: han pasado casi 30 años-, a nosotros nos siguen gustando las chicas de las playas de California y la buena música que hace gente como Jackson Browne”. Mientras, empezaba a sonar de fondo
For América.
Cuando uno mira el retrato de Donald Trump y lee con atención sus discursos es fácil coincidir en lo de “indeseable”, aunque todavía no sea siquiera candidato a la Casa Blanca, pero por encima de todo eso persiste nuestra admiración por un país hecho a sí mismo en tan poco espacio de tiempo y con tan poca historia a sus espaldas. Le ha bastado un amplio sentido de la épica, de la seducción y de la expansión para suplir tales carencias y, además, contagiárselas al resto del mundo; por un lado, para que les imiten, pero por encima de todo para que los admiremos.
Reconozcámoslo: no tendrán
El Quijote -llevan un siglo empeñados en escribir eso que han dado en llamar “la gran novela americana” sin conseguirlo-, ni nuestro patrimonio artístico, ni nuestra gastronomía, ni nuestras tradiciones, ni siquiera tienen a un buen jugador de fútbol, pero en solo un siglo han reinventado el significado de la palabra “fascinación” a través del cine, la música o la literatura, incluso hasta del juego.
Yo, en realidad, quería escribir hoy sobre Dorothy M. Johnson y sus relatos sobre el
Far West, sobre Clint Eastwood y su visión del ahora
cercano oeste en
El francotirador y sobre Lera Lynn, una joven cantante country con una voz deliciosa y unas canciones memorables de las que no me he separado en todo el verano, pero se ve que el tupé de Trump debe andar enredado entre mis demonios y mis recuerdos de adolescencia. Otra vez será.