Y de pronto nuestra movilidad está atada a un código QR, lo que nos viene a convertir en potenciales seres del futuro. Tiene pinta el asunto de que ya no soltaremos este QR para nada y dentro de él circulará toda la información que sobre nosotros exista, o proceda que esté, y no solo la referente a los diferentes niveles de vacunación de cada uno; el ser una persona apta para pasar a la siguiente puerta, sea de un restaurante, bar, comercio, gran superficie, cine, teatro... Un código QR que dirija nuestra movilidad, la acote, nos catalogue por niveles incluso y, por ello, el mercado negro termine por prestarle atención a la falsificaciones de códigos estrella que te permitan acceder a los principales niveles. Códigos que certifiquen un estado de salud apto y libre de contagios de todo tipo antes de mantener, por ejemplo, relaciones sexuales de corte disperso. Todo empieza por poder o no poder tomar un café sin saber cómo la cosa puede terminar.
La nueva variante omicron es muy contagiosa, eso resulta evidente por los datos alarmantes que se están produciendo en todo el mundo al ser el virus que se propaga con más rapidez a lo largo de la historia, pero como sociedad nos hemos atemorizado tanto con esta pandemia que quizás estemos pasando por alto la baja incidencia hospitalaria y de que con una sociedad masivamente vacunada el virus tiene una incidencia -mayoritariamente- leve. Por tanto, cautela hay que tener toda la del mundo, pero meternos otra vez en el hoyo del teletrabajo, de la limitación de horarios y accesos, de la crisis económica ante otra parálisis cuando intentamos salir de la última y de la incertidumbre general no parece lo más lógico, sobre todo de cara a afrontar un año que esté a punto de comenzar. Vivir con miedo es una mala manera de vivir y esto que atravesamos ahora no pasará de un día para otro sin más para que vuelva un mundo sin mascarillas, sin códigos QR, un mundo de abrazos y besos sin reparos. Eso no será así porque todos los indicadores apuntan a que ese mundo acabó y estamos inmersos en una de las revoluciones sociales más intensas y rápidas de la historia.
El ser humano tiene una alta capacidad de adaptación, vamos normalizando cosas que nunca antes fueron normales. La sociedad de la comunicación y las redes facilitan aún mucho más que en poco tiempo se presente como algo inevitable aquello que sólo pensábamos eran posibles en cine de ciencia ficción. La obligatoriedad del QR es algo que nos puede hacer pensar en el mundo al que nos dirigimos, porque hoy es por una pandemia, pero una vez normalizado y aceptado mañana será por cualquier otro motivo y es indudable que la población actualmente está más controlada que nunca. La administración electrónica vendida como una ventaja para la ciudadanía lleva a la obligación de relacionarnos con lo público vía telemática, lo cual implica que te fichan ipso facto, tu móvil y tu correo electrónico obligatoriamente pasan a formar parte de las bases de datos y a partir de ahí en cualquier momento, por ejemplo, se puede saber la localización exacta de dónde te encuentras; toda nuestra vida, nuestra información más importante, la tenemos en el móvil. Lo electrónico vendido como ventaja, porque ciertamente ofrece bondades, nos ha hecho ciudadanos controlados y estamos dispuestos a pagar un coste que nos somete.
Llegamos a una Navidad que está cambiando, pese a que nos resistimos como sociedad e intentamos mantener firmes las tradiciones. Pero la realidad empieza a ser otra y la asentada costumbre de continuas fiestas y reuniones familiares, algo que era de obligado cumplimiento aunque no siempre apeteciera reunirse con familiares a los que solo se trata en esta época del año y quién no tiene un cuñado insufrible. Con la pandemia tenemos excusas y, rota la costumbre, disuelta la tradición. Cambios sociales que no podemos imaginar cómo van a evolucionar y que bien podrían ser el guión de una serie basada en un experimento social de cómo conseguir modificar los hábitos y la cultura y, de paso, controlar a la población sin que ésta sea del todo consciente de ello y, sobre todo, que lo acepte sumisa. Como por ejemplo el uso obligado de mascarillas en la calle cuando todos los expertos aseguran que su incidencia en la propagación de los contagios será mínima, que como medida apenas contribuye en nada salvo en la molestia que le genera a una población hastiada de tanta improvisación, pero que ante el riesgo se somete con facilidad.
Llegamos a diciembre pensando que lo peor había pasado y dispuestos a festejar sin miedo y en poco vemos como todo ha vuelto la cara, el temor se ha apoderado de las calles, las reservas se cancelan, pasaporte y mascarillas, la necesidad de evitar grandes reuniones y vacunarse, de cuidarnos unos a otros y en especial a los más vulnerables y, así, cuesta alcanzar ese punto alegre navideño. Más ante la deriva sin sentido en el que se convierte la normativa preventiva, donde la improvisación sin demasiado rigor se ha convertido en lo habitual y la poca capacidad de prevenir, casi nula, en una costumbre; esta sociedad tecnológicamente tan avanzada se ha mostrado inútil para anticiparse a catástrofes, sean de índole financiero como las últimas crisis, naturales como volcanes, tsunamis o desastres múltiples que a todos nos viene a la cabeza, o sanitaria, como no solo esta pandemia sino la evolución de la misma. Por tanto, estamos ante la sexta ola y no sabemos si habrá siete, ocho o veinte, ni su profundidad o alcance, ni sus consecuencias. Entendidos advierten que aunque estamos en una fase expansiva, estamos afrontando la última etapa de la pandemia, pero a saber. Porque también otros dicen que el Covid 19 se irá para dar paso a otra pandemia aún peor y que esta sociedad nuestra debe habituarse y prepararse ante un mundo donde los contagios de diferente índole sean habituales.
Así llegamos a esta Navidad, necesitados de reaccionar y de adaptarse, de vivir con lo que tenemos. Como escribe Patricia Highsmith, "he tomado una decisión: disfrutar de lo que tengo hasta que se me termine". Feliz Navidad.