Siempre he sido un defensor a ultranza de la libertad de expresión, sobre todo cuando alguna opinión va en contra de mis creencias, formas de pesar y de sentir. Creo que las palabras no hacen más daño que el que nosotros mismos nos hacemos al oírlas, y que pocas frases son más tontas que aquella de “eso que me dices me duele”, a no ser que venga acompañadas de una pedrada o un golpe con el bolso de Margarita Seisdedos.
Estos días, un autobús naranja recorre las calles de Madrid preguntándose si un niño tiene pene o si una niña tiene vulva, financiado por una organización a la que se vincula con sociedades oscuras y secretas. Yo creo que, en el fondo, nos hace un favor. Todo lo que nos motive para hacernos preguntas es digno de tener en cuenta.
Se quedaron cortos. Yo me seguiría preguntando. ¿Los niños tienen el pelo corto y las niñas melena? ¿Los patucos rosas son para las niñas, y los azules para los niños? ¿Los niños juegan al fútbol y las niñas a las muñecas? ¿Las mujeres tienen sueldos más bajos por ser mujeres? ¿Un hombre con muchas parejas es un machote y una mujer promiscua es carne de club de carretera? ¿Una mujer, si es valiente, honrada y con valor, puede tener hombría? ¿Si eres hombre, sí que entiendes de papeles, pero si eres mujer y trabajas en un banco, no tienes ni idea? ¿Es justo que cada cual decida qué es, qué siente y qué quiere meter en su cama, o necesitamos que otros piensen por nosotros, decidan por nosotros e impongan sus reglas? ¿Debe un gobierno, o una creencia religiosa, decidir lo que es amor y lo que podemos o no podemos amar?
Sigamos ¿Puede ser de utilidad pública una organización que está a favor de la segregación en los colegios por sexo, contra el matrimonio homosexual o la ley del aborto? ¿Tuvo que ver algo el ángel de la guarda del exministro para esta decisión? ¿Tiene algo que ver que hayan sido la mano que ha mecido la cuna de muchas manifestaciones contra leyes progresistas?
Y sobre todo, ¿quien tiene un cuñado tiene un tesoro?