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La lectura y escritura como cauces de vida

Entrevista con el poeta Pedro Sevilla

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  • El poeta Pedro Sevilla objeto de un estudio de José A. Hernández. -

POR PEPA CARO

Pedro Sevilla es un poeta muy admirado, uno de los principales cultivadores de la poesía “de la experiencia vital”, pero también ha publicado una interesante obra en prosa: ‘Extensión 114’, ‘1977’, ‘Los relojes nublados’, y los libros de memorias ‘El pueblo, ya sabéis’, ‘La fuente y la muerte’ y ‘El amor es ahora’. El profesor José Antonio Hernández Guerrero acaba de dar a conocer un estudio minucioso, un análisis de su obra narrativa en el que afirma que los textos de Pedro Sevilla constituyen una lectura profunda de la vida y que su vida es una manera intensa de vivir la literatura. Hablamos con el poeta arcense de los relatos como ejercicio de ficción:

¿En qué medida interviene la memoria y la experiencia en tu obra narrativa?

– Pienso que la memoria es una forma de ficción. La memoria es selectiva, aparentemente caprichosa, y por mucho que nos apeguemos a lo autobiográfico, por mucha que sea nuestra intención de ajustarnos a la realidad de los hechos, siempre tiene un carácter ineludible de reelaboración, de recreación. Recordar es recrear, y la recreación implica tergiversación, porque somos el mismo que recuerda, o sea, no somos objetivos. Pero ficción no es falsedad ni mucho menos. Suelo decir, hablando de ‘La fuente y la muerte’, que todo lo que ahí se dice es verdad, aunque no sucedió de esa manera. Es decir, la verdad de ese niño está ahí, su miedo, su necesidad de amor, las iniciales intuiciones de aquel adolescente, la verdad de su amor, todo es verdad. Que los hechos que arropan esa verdad sucedieran por la tarde cuando yo digo que era al salir es sol, o que fuera lunes en vez de domingo, me parece secundario, casi insustancial.

A veces el escritor es un observador pasivo de la vida, ¿hay en tu obra un compromiso social, un posicionamiento ético?

– Bueno. Yo pienso que ponerse a escribir es ya un posicionamiento ético. Para escribir, para pintar, para filosofar, para componer una sinfonía, hay que decir sí a la vida, hay que ponerse del lado de la vida, de la verdad, del amor. Escribir, por tanto, es un acto de amor, un acto ético. Y por supuesto un compromiso social. Escribir un poema, hacer temblar el corazón de un lector lejano, ayudarlo a ser mejor persona incentivando su sensibilidad, es, entre otras cosas, comprometernos con los demás, hermanarnos con los demás.

Uno de tus temas preferidos a la hora de escribir es la infancia, en el libro ‘El pueblo ya sabéis’, dices: “Fue verdad la eternidad de mi infancia; son verdad y lo serán siempre la eternidad de aquellos veranos”. ¿Sirven como auto encuentros esas vívidas memorias que describen al niño que fuiste?

– Sí. Son autoencuentros. Me encuentro conmigo mismo, o mejor, el hombre que ha superado ya las seis décadas de vida se encuentra con el niño que fue. Y descubre muchas cosas, o mejor, entiende muchas cosas: entiende, sobre todo, que cambiamos muy poco en la vida. Nuestro cuerpo crece, nos hacemos mayores, pero hay como una base general que no varía: si éramos miedosos de niños lo seguimos siendo con sesenta y cinco años; si con siete años me esforzaba para sacar un diez en Geografía e Historia para hacer feliz a mi madre, ahora me afano en escribir algún que otro verso medianito para que pueda alegrar el corazón de alguien. Somos ese niño, pero, claro, con sesenta y cinco años. Y sí. Todo fue verdad. Pero, como digo, no sucedió exactamente así.

En tu libro  ‘Los relojes nublados’ escribes sobre una dependencia o adicción, el alcohol, que conoces por la observación, pero también por haber ayudado a grupos de Alcohólicos Anónimos, una de esas labores silenciosas de las que no sueles hablar. ¿Es tu manera de contribuir en la sensibilización social hacia esa enfermedad?

– Buena parte de mi adolescencia viví con un familiar que murió jovencísimo, destrozado por el alcohol. Por si fuera poco, también jovencísimo, el sida se llevó a mi hermano Juan José, un muchacho muy bueno que soñó con ser Keith Richard y se compró una guitarra que luego cambió por heroína. Mi preocupación por las adicciones, mi comprensión y piedad hacia estas personas esclavizadas, me llevó a tomar contacto con el grupo de Alcohólicos Anónimos, y también, aunque en menor medida, con el de Narcóticos Anónimos, que se reúnen en Arcos. Con algunos de ellos he tenido y tengo unas relaciones de amistad y afecto que me han hecho crecer como persona. De esas experiencias, de esas conversaciones, nació ‘Los relojes nublados’. Pienso que el alcoholismo y la drogadicción en general están muy mal visto socialmente porque no se conocen. Mucha gente piensa que el alcohólico es un vicioso y un depravado, cuando simplemente es una persona incapaz de gobernar su vida a causa de la adicción. El alcoholismo es una enfermedad tan respetable como el cáncer de pulmón, y no lo digo yo, sino la Organización Mundial de la Salud.

Volviendo a las memorias, en tu libro La fuente y la muerte, que tan útil ha sido a quiénes lo han leído para rememorar aquellos años o a los más jóvenes para conocerlos, dices: “Podía percibirse una alegría de vivir- no incompatible con la tristeza- que no se da en las  sociedades opulentas, una fe en la vida que no puede tener el saciado”.

– Uno de los peligros de las memorias es la idealización del pasado. El hecho de que yo fuera un niño querido, bien alimentado, y que fuera a la escuela, no me puede hacer caer en el error de escribir que los años sesenta del siglo XX en España fueron una bendición. Los niños vivíamos en la eternidad de la infancia, pero los mayores soportaban la escasez material, la brutalidad política, la precariedad laboral. Pero la gente, porque a la vida no hay quien la pare, hacía alarde de eso, de una alegría de vivir, de superar adversidades. La gente se curaba a base de ese amor a la vida del que hemos hablado antes. No era difícil ver a alguien con los zapatos rotos, y comiéndose una sardina arenque, y al mismo tiempo con el rostro encendido de alegría. Las mocitas no tenían coloretes ni zapatos de tacón, pero cantaban las canciones de Lola Flores en las puertas de sus casas, que es por donde les llegaba cada atardecer el gran amor de sus vidas.

¿Qué hemos perdido con el progreso, que le falta a esta sociedad de consumo para obtener la alegría de vivir?

– Creo que hemos perdido ese amor gratuito a la vida, a la realidad. Aquella gente lo pasaba mal, pero sabía que todo era mejorable, solucionable. Muy poca gente caía en las hondonadas de la depresión porque todo el mundo tenía esperanza. Hoy no nos falta de nada, o al menos la escasez material no es tan notoria, pero las consultas de los psicólogos están llenas de adolescentes sin alicientes, de niños a los que no le falta el último móvil, pero que no tienen quien les de dos besos o dos alpargatazos, tan necesarios unos como otros. Hemos perdido la noción de algo que algunos de nuestros mejores poetas no cejan de explicarnos, para que recapacitemos: que vivir es un regalo; que por encima de las dificultades, de los dolores, está este don maravilloso de estar vivos. Y de saber que lo estamos.

¿Puedes adelantarnos algo de tu próximo libro?

– Bueno. No tengo a corto ni medio plazo ninguna publicación pendiente. Tengo algunos poemas y unos cuantos relatos sobre nuestra Guerra Civil, que es algo que siempre me ha obsesionado. Y aquí vuelvo a lo que decía antes de que somos el niño que fuimos: resulta que mi primer conocimiento de la Guerra Civil fue oral. Mi abuela Antonia lo mismo me cantaba el romance de los peregrinitos que me contaba las atrocidades y los asesinatos que cometieron algunos de nuestros paisanos. Aquellas noticias de la guerra, de aquel horror, han viajado conmigo todos estos años en forma de obsesión, de angustia, y ahora, ya de mayor, han vuelto en forma de escritura, de memoria. Pero no, ni los poemas ni los relatos tienen aún entidad de libro. Y tampoco tengo prisa.

 

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