Escribe Javier Cercas que el pasado “no pasa nunca” y que “ni siquiera -lo dijo Faulkner- es pasado”. Para él, “el pasado es una dimensión del presente”, en tanto que sigue operando en nuestras vidas como parte de un engranaje paralelo al de nuestra sangre o nuestras células. Cercas parece estar citando cierto lenguaje de la culpa, por encima incluso de las señas de identidad asociadas a la experiencia, como si ese pasado fuese un entrometido, un inqulino molesto en la conciencia de cada uno que, encima, nos ata en corto y nos condiciona, a veces para bien, y otras para mal. Es el pasado al que nadie escapa, da igual si quien lo percibe es sólo uno mismo o forma parte del dominio público, como el expediente de un delincuente o lo que se cotillea a nuestras espaldas.
Sin embargo, sí hay un pasado que sigue formando parte del pasado, aunque sus ecos o sus reflejos puedan parecer “una dimensión del presente”. Es el pasado que nunca volverá -y no hablo en términos historicistas-. Para algunos es un pasado nostálgico; para otros, sólo pasado, una acumulación de recuerdos, incrustados en la memoria a largo plazo, como la que nos ha mostrado Pixar en la mente de Riley, la niña de Del revés.
Don Draper, el admirado publicista de Mad Men, describe el primero en una de las memorables secuencias de la serie, mientras muestra como funciona el primer proyector de diapositivas doméstico: “Nostalgia significa en griego el dolor de una vieja herida. Es un dolor de corazón, mucho más intenso que un recuerdo. Las fotos son como una máquina del tiempo, nos llevan al momento al que deseamos regresar. El lugar donde nos sentimos amados”.
El segundo, al que podríamos denominar pasado simple, es, además de un tiempo verbal, aquél al que acudimos constantemente con empeño empírico, aunque no sea para constatar una verdad, sino por apreciar o determinar cierto estado de las cosas, si bien persiste el empeño por subrayar el gran axioma que persiguen muchos de quienes lo traen a colación: “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Pero, ¿realmente lo fue? Lo único cierto es que forma parte del pasado.
Pongamos por ejemplo los trofeos veraniegos de fútbol. En España había tres imprescindibles: el Teresa Herrera, el Colombino y, por supuesto, el Carranza -donde hasta se inventó el lanzamiento de penaltis para decidir el ganador de un partido que acabase en empate-. No eran los únicos. Casi cada ciudad o cada equipo relevante llegó a tener el suyo propio, pero esos tres se llevaban la palma.
Yo, la primera vez que vi jugar al Barcelona en un campo de fútbol fue en un Carranza: todavía jugaba Rexach y empezaba a hacerlo un tal Lobo Carrasco, así que pueden contar años hacia atrás. El Barça perdió 2-1 ante el Flamenco (o Flamingo) brasileño, que es poco más de lo que recuerdo de aquel partido, y mucho menos de lo que sí conservo del ambientazo a la entrada y a la salida del estadio. No sólo allí. A nivel local, incluso en pequeñas poblaciones de la provincia, se disputaban trofeos a los que acudían centenares de personas y en los que cada final se vivía como un partido decisivo de liga, pese a la entidad de los rivales.
Actualmente, los trofeos de verano que se celebran son un remedo de los de hace dos o tres décadas. Los grandes equipos prefieren ahora las giras de preparación, donde los clubes llenan sus bolsillos, y el espectador asiste -desde casa y con un tino de verano a mano- con total desgana al desarrollo de unos encuentros en los que lo de menos es el resultado, concebidos casi como partidos de entrenamiento.
La culpa, obviamente, la tienen las compañías de televisión, que no sólo han expulsado al público de los estadios, sino que han ahuyentado al aficionado de las gradas de sus equipos de tercera o preferente, que hoy día cuentan con más nostálgicos que seguidores, si nos atenemos a la definición de Don Draper. Obviamente, no es que cualquier tiempo pasado sea mejor; simplemente, que ese pasado no volverá jamás.